Lo que fuimos, lo que somos


150 años de industria dan para mucho. No sólo para cambiar los modos de vida, las rutinas, los paisajes. Dan para crear pinturas, novelas, poemas, películas, fotografías que reflejan esa realidad, para bien o para mal; puede hacerse de forma consciente, directa, o dejarse empapar apenas sin darse cuenta. La historia de la creación artística vasca desde mediados del siglo XIX está marcada sin duda por un entorno fabril. La Asociación Vasca de Patrimonio Industrial y Obra Pública, dentro del ciclo de conferencias conmemorativas del 25º aniversario de su nacimiento, ha querido dar voz a algunos creadores para contar, precisamente, ‘El legado de la Industria: una visión desde el Arte y la Literatura’. A la charla, celebrada ayer en el Palacio Euskalduna, asistieron el escritor Unai Elorriaga, el guionista, director y actor Ramón Barea, los pintores Iñaki Bilbao y Jesús María Lazkano y Javier González de Durana, director artístico del TEA de Tenerife, como moderador.

Los ponentes coincidieron en el peso que la industria ha tenido en su manera de ver la ciudad. Unai Elorriaga explica que “venir a Bilbao, de niño, era como ir a Mordor, atravesar las cuevas y llegar a los hornos en los que quemar el anillo”. Nacido y criado en Algorta, sus visitas a Bilbao eran muy esporádicas, se hacían “con pavor”. Allá por finales de los 70 y principios de los 80, el camino hacia la villa era humo, color gris y edificios enormes que poco invitaban a un niño como él a iniciar el viaje. “Un amigo mío suele decir que antes hacer el trayecto de la ría desde Getxo a Bilbao era como hacer el ‘Viaje al corazón de las tinieblas’ de Conrad”. Un paisaje industrial alejado de ese “paisaje idílico” que a más de uno le gustaría recordar, pero que “es el nuestro y el que nos ha hecho como somos, nos guste o no”.

Al actor Ramón Barea, que vivió la Bizkaia de los años 50 y 60 siendo crío, por el contrario las fábricas le incitaban a curiosear. Quería saber qué ocultaban, quiénes trabajan en sus entrañas y cómo lo hacían; eran los “colores, olores y sensaciones” que lo acompañaban en sus viajes en tren por la provincia, “un viaje hacia las preguntas”. “Un día nos llevaron a ver una fábrica”, recuerda. Detrás del hermano Macario, Barea imaginaba conocer por fin a esos seres casi mitológicos que sudaban enfundados en mono de trabajo en las chimeneas y hornos. “Y visitamos la de la Coca-Cola”, ríe. Blanca, aséptica, más laboratorio que industria, una decepción. Eso sí, después las botellitas de la famosa bebida aparecieron a la venta en el colegio.

Ramón Barea ha tenido más experiencias estrechamente ligadas a la fábrica, ya como creador. Su primera actuación fue en La Naval, en Sestao, hoy desaparecida. Fue durante una huelga. “La recuerdo como la más extraña y emocionante representación de toda mi vida”, afirma. Será por eso que a estas alturas reivindica la utilización de estos espacios como centros de ensayo para las artes escénicas. “Esas fábricas y talleres hay que ofrecerlas de manera natural para el uso de los creadores. El teatro y la danza son artesanía y ese es su lugar”, asegura. A Bilbao, una ciudad “cainita, que no quiere reconocer su pasado”, le dice: “No lo destruyas todo”.

Y cuando todo comenzó a caer, ahí estaban Iñaki Bilbao y Jesús Mari Lazkano para pintarlo. Bilbao, nacido en un caserío en Barakaldo, parecía destinado por su origen a renegar de las fábricas que ensuciaban su paisaje rural, pero hizo todo lo contrario. “La gente tenía nostalgia de la Arcadia vasca del campo y yo la tenía de lo que casi no viví, de lo que vi crecer y morir, de los hombres subiendo por la calle Portu a la llamada del cuerno de las fábricas”, evoca. Para él eran, y son, piezas perfectas para “las manchas de color, las rayas negras… Es el culo de la belleza de lo que vendría a partir del año 1992”. Mientras sus compañeros de estudios se dedicaban a otros asuntos, a ser ‘punkis’ o posmodernos, él se empeñaba en reflejar “un paisaje obsoleto. Soy un pintor del siglo pasado, pero eso no os tiene que dar pena”.

Su colega Lazkano, conocido por sus pinturas de la ciudad y de ruinas industriales, está convencido de que esa extraña belleza de los edificios enormes y casi vacíos, las playas de vías, las chimeneas, lo salvó cuando aterrizó en la Margen Izquierda en su época de estudiante de Bellas Artes. “Le debo todo a la arquitectura industrial, sobreviví gracias a ella a los dolores de cabeza, las alergias y las pérdidas de tiempo que suponía ir y venir en el tren cada día”, explica. “He crecido gracias a ese gran shock”, recuerda en referencia a su trasplante de su Bergara natal a un núcleo fabril. La ruina industrial –entendida como algo más que lo derrumbado, es decir, como aquello que está en evolución y en tránsito- le “remueve las tripas y emociona”, porque “son los restos de una batalla perdida, de un tiempo desaparecido”. Para Lazkano, el artista tiene que servir de puente entre lo que se ve y lo que puede significar, sugerir y evocar; y en el caso del pasado industrial las posibilidades son infinitas. “Podemos integrar estos elementos en nuestro futuro, no debemos olvidarlos”.

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